martes, 22 de marzo de 2011

OPOSICIONES A TITULAR

OPOSICIONES A TITULAR

1. PRESENTACIÓN
Mi presentación a concurso de Titular de Universidad tuvo lugar el 27 de marzo de 1996. Llegué a las 11 horas de la mañana y me recibieron algunas personas amigas deseándome éxito aunque convencidas de que, conociendo la personalidad del presidente del tribunal, en edad ya de jubilación, yo no tenía nada que esperar. Sabían que todo estaba ya decidido antes de que se celebraran los actos reglamentarios de puro trámite y que sólo se trataba de dar cumplimiento a sus deseos, fueran o no ellos razonables o legales.
A las 12 horas en punto los candidatos fuimos llamados por orden alfabético y a continuación entró en el aula el escaso público asistente. Al conocer que el tribunal había decidido de antemano a quién iba a otorgar la plaza de Titular, una de las candidatas decidió aquella misma mañana no presentarse. A continuación nos pidieron que hiciéramos entrega de nuestros documentos. Yo presenté varias bolsas de libros y trabajos publicados ante el asombro del público. Hecha la presentación de nuestros documentos curriculares, el presidente del tribunal nos entregó de forma sorpresiva un papel no impreso en el que, sin ninguna explicación previa, se nos instaba imperiosamente a los concursantes a firmar nuestra renuncia a los plazos establecidos por la ley para el comienzo de la primera prueba.
Yo pedí una explicación sobre esta extraña proposición y se negó a darla. Entonces le recordé respetuosamente lo que prescribía la ley sobre los plazos entre la primera y la segunda prueba, así como mi deseo de que se cumpliera estrictamente lo establecido por la ley, según la cual, la primera prueba debía comenzar a partir del día siguiente de la presentación de documentos y del currículo por parte de los concursantes. Le recordé también lo establecido por la ley en el sentido de que los concursantes y los miembros del tribunal debían conocer esa documentación antes de proceder a las pruebas. Cosa que resultaba prácticamente imposible si no se respetaban los plazos preceptuados entre la entrega de los documentos y la celebración de las pruebas. Estas observaciones irritaron mucho a uno de los miembros del tribunal. Pero el presidente reconoció que yo tenía razón y, en consecuencia, interrumpió la sesión y se retiró con los miembros del tribunal para deliberar. El resultado de la deliberación fue que las pruebas, de acuerdo con lo estipulado por la ley, comenzarían al día siguiente a las 9 horas de la mañana.
¿Hice bien o hice mal negándome a firmar el panfleto? Algunos interpretaron que hice mal porque había irritado al tribunal. Pero la opinión general fue que mi gesto tenía un significado moral importante como denuncia civilizada de las corruptelas del tribunal capitaneado por su presidente, del que cabía esperar cualquier cosa como el incumplimiento de la ley, si ello era favorable a sus objetivos. Por ejemplo, pedirme descaradamente durante la celebración de las pruebas que retirara mi candidatura.
El día 28 de marzo todo estaba consumado. La plaza fue otorgada a la joven candidata predestinada, a la que felicité sinceramente, lo cual no significaba que yo convalidara el proceso que la había llevado a su triunfo. Ella era plenamente consciente de ello. Había sido alumna nuestra y yo mismo había colaborado para que se fuera afianzando en la Facultad cediendo de mis derechos en el Departamento. Me siento muy satisfecho de haberla ayudado y me he alegrado siempre de sus éxitos posteriores. Ella, por su parte, nunca desaprovechó después la ocasión de expresarme su reconocimiento y simpatía. El problema de fondo no era ella sino las corruptelas en la promoción de las plazas universitarias. Lo que digo a continuación sobre el proceso de las pruebas pueden ser útil para evaluar aquellos hechos, que para mí fueron fuente de experiencia y reflejan la forma corrupta de actuar de un tribunal de oposiciones, como espejo de una situación bastante generalizada por aquella época en la Universidad.
2. RECUERDOS SOBRE EL PROCESO DEL CONCURSO
Primero voy a intentar ofrecer una impresión global de lo acaecido para después descender a algunos detalles significativos sobre la forma de proceder del presidente y de los miembros del tribunal, los cuales, como queda dicho, habían tomado previamente posición a favor de la joven candidata, la cual tenía un currículo y docente muy inferior al del resto de los concursantes. Pero los miembros del tribunal habían sido bien amaestrados por el presidente para descalificar sin compasión a cualquiera que pudiera hacer la menor sombra a su favorita. Cabía pensar que si se hubieran presentado cien concursantes más, todos hubieran sucumbido por igual como condenados por la justicia ante un pelotón de fusilamiento.
La ley, por ejemplo, destacaba explícitamente la importancia del currículo docente y de investigación de los candidatos. Pero esta matización legal favorecía muy poco a la candidata favorita del presidente del tribunal por relación al resto de los concursantes. Para salvar este escollo legal la estrategia consistió en bloquearlo ya desde el principio. ¿Cómo? Haciendo caso omiso del currículo o trivializando descaradamente su contenido. En mi caso concreto ni siquiera se hizo alusión a mis trabajos más importantes relacionados con la información. Cabe pensar que ni se habían molestado en verlos. O si los vieron decidieron silenciarlos como si no existieran. El silenciamiento cómplice es siempre una técnica de manipulación muy eficaz.
Durante la intervención de la predestinada, el presidente del tribunal, su “padrino”, se mostró eufórico haciendo gestos teatrales de admiración hacia su favorita. El secretario del Departamento de Periodismo III, a su vez, se encargó de ayudarla con pequeños detalles asistenciales como si fuera su “niñera”. Por el contrario, cuando llegó mi turno, el presidente empezó a hacer gestos despectivos como si no le interesara siquiera escuchar mi exposición reglamentaria. Todo lo que yo decía sobre mi currículo destacando los aspectos más significativos del mismo provocaba en él extrañeza. La comedia estaba perfectamente montada pero empezó a ponerse nervioso y a fumar con la ansiedad de un adolescente. En algún momento he pensado que debí marcharme de su presencia haciendo que la comedia terminara en tragedia. Pero pudo más la convicción de que era mejor permanecer allí para poder hablar después como testigo directo de una forma de proceder impropia de profesionales universitarios.
Sobre la intervención particular de los miembros del tribunal cabe destacar lo que digo a continuación. Uno de ellos, conocido en la Facultad como el “lazarillo” del presidente, dijo que en Teoría de la Información se podía prescindir por completo de mi memoria y proyecto de investigación tratando de trivializar mi exposición. Incluso llegó a calificarme de “aficionado” aunque después rectificó reconociendo que se le había ido la lengua. Consideró un fallo grave el haber encontrado en mi texto un título corregido con una pegatina. Su acusación fundamental a mi proyecto fue que, contra lo que yo pretendía, la ética no tiene cabida en la Teoría General de la Información. “¿Entroncar la ética en la TGI”?. O lo que es igual: ¿ética para los medios de comunicación? El interrogante equivalía a una descalificación autoritaria de mi hipótesis de trabajo sin dejarme margen para que le respondiera como era mi derecho. En coherencia con lo anterior dijo que en teoría de la información se podía pasar sin el proyecto que yo presentaba. Yo podía haberle respondido ad hominem que la Teoría de la Información podía pasar igualmente y con mayor razón de sus libros y de todos los que habían escrito los miembros del tribunal. Pero la voz de mi conciencia me aconsejó no entrar en una confrontación personal evitando el ponerme moralmente a su bajo nivel.
La única mujer que formaba parte del tribunal, y de la que yo esperaba sensatez y humanidad, no fue menos expeditiva y contundente. Dijo que mi currículo era muy filosófico y, pasando olímpicamente del mismo, se centró en el programa de la asignatura. Lo acusó de sobrecarga de periodismo, defectos de conexión interna y otros detalles particulares como la lógica de las lecciones, algunas de las cuales distribuiría ella de otra manera. Lo mismo que el anterior, se decantó contra mi tesis del entroncamiento de la ética y deontología de la información en la Teoría General, con lo cual me daba a entender que su voto negativo estaba asegurado. La verdad es que esta señora no demostró estar capacitada para valorar con objetividad mi currículo ni mi proyecto de investigación y se limitó a seguir la consigna del presidente del tribunal de descalificar por principio sin reparar que en el modo de hacerlo se estaba descalificando a sí misma en público poniendo de manifiesto su falta de humanidad e incompetencia profesional.
El siguiente miembro del tribunal que tomó la palabra parecía una momia etarra. Dijo en tono desafiante que mi programa resultaba imposible de realizar en la práctica y calificó mi respuesta a esta observación de demagógica. No entendía el por qué de la lección 45, dedicada a los problemas de la información en los países del Este europeo después de la caída del muro de Berlín ni en los países del Tercer Mundo. Que había encontrado una falta de ortografía. Y lo que es más grave. Confesó que yo había escrito muchísimo, y que en uno de mis libros había escrito sobre la información y el terrorismo “de oído”, sin tener la experiencia de haber sido amenazado de muerte. Que para escribir sobre este tema hay que mancharse más. De su provocador alegato cabía deducir que para escribir sobre información y terrorismo con objetividad uno tiene que estar amenazado constantemente de muerte por terroristas o practicar el terrorismo. No perdí la calma en ningún momento y con este interlocutor menos todavía. Cabía pensar por precaución que, procedente de Bilbao, no era ajeno a la banda terrorista que campeaba por aquellas hermosas tierras y había que extremar la prudencia.
A pesar de todo se me concedió la palabra para responderle y le dije que, contra lo que él presuponía gratuitamente, yo también había conocido la amenaza de muerte con pistola y navaja y había oído pasar cerca de mí el silbido de las balas. Aparte de que, para escribir sobre esos temas, lo que se requiere es mucha sensibilidad, delicadeza y prudencia, y no necesariamente experiencia de terrorista o de aterrorizado como él suponía. Por si esto fuera poco, le recordé mis colaboraciones en materia de terrorismo e información en el Instituto Vasco de Criminología de S. Sebastián y con la corporación “Rex pública” de Bilbao, lo cual ponía en evidencia la consideración favorable que desde el País vasco había merecido mi forma de tratar esos temas.
Podía haberle replicado que si lo que me insinuaba era que, para hablar de información y terrorismo, hay que convivir con terroristas o practicar el terrorismo, su insinuación podía ser objeto de denuncia judicial. Pero la voz interior de la conciencia me aconsejó una vez más dejar las cosas como estaban. Este hombre no estaba para razonar con él. Insistió testarudamente en que mi programa era irrealizable en la práctica y que la explicación que yo había dado para justificar su extensión y la posibilidad de acomodarlo a las circunstancias temáticas y de tiempo disponible, basado en mi larga experiencia docente, era demagógica para descalificar a la joven concursante.
Como quiso hacer alarde de su experiencia para reafirmarse en la descalificación de mi programa por su extensión y densidad de contenido, todavía pude replicarle lacónicamente que si él no era capaz de adaptarse al tiempo disponible limitándose a explicar los puntos más esenciales, yo sí que era capaz de hacerlo y lo había hecho muchas veces con éxito cuando ello fue menester. ¡Alguna ventaja habría que reconocer a mis años de experiencia! Por supuesto que en ningún momento traté de compararme en nada con la favorita del tribunal y sólo hablé de lo mío. Por estos detalles resultaba obvio que ni se había molestado en mirar mi obra “Ética y medios de Comunicación” ni el currículo en el que se hablaba de estas actividades mías relacionadas con el terrorismo y la información. Esto le hubiera llevado un tiempo considerable que se ahorró alegremente.
Por fin salió al ruedo el otro banderillero del tribunal. Empezó refiriéndose a mi currículo, que calificó de realmente brillante por su trayectoria humana, y abrumador por el número de publicaciones. Un gran trabajo, dijo, al que rendía homenaje. Pero seguidamente se apresuró a trivializar su valor lamentando que alguien no me hubiera desaconsejado presentarme a este concurso. A su juicio, ni mi brillante currículo ni mi proyecto de investigación se ajustaban al perfil de la plaza en cuestión. Y lo que es más grave. Además de no aportar ninguna razón para justificar su despótico y maquiavélico veredicto, hizo estas alegres afirmaciones expresándome su deseo amenazador de que no tratara de hacer uso de la palabra para responderle. Llegaron así hasta el extremo de negarme el derecho a responder en defensa de mi persona y de mi currículo, y todo ello con la aprobación explícita del presidente del tribunal que era el capitán de la operación.
Obviamente me abstuve de hacer uso del derecho a responderle para que su arbitrariedad quedara justamente en el punto que la hace siempre reprobable y susceptible de denuncia. Como la decisión de descalificarme estaba tomada de antemano, me pareció más prudente reservarme el derecho y la posibilidad de poderla denunciar después ante los tribunales de justicia si ello fuere menester. Así las cosas, el presidente ordenó levantar la sesión para deliberar. Ni siquiera se dignó hablar él mismo presentando su punto de vista sino que se limitó a dirigir los ataques de los demás previamente entrenados.
Todo estaba clarísimo. No pudiendo la concursante favorita competir con su currículo, el tribunal había adoptado de antemano la estrategia de silenciar este importante aspecto legal del concurso y ridiculizar los aspectos del mismo menos vinculados con la Teoría de la Información, centrando exclusivamente la atención en el programa y el proyecto, que es lo único que, con el asesoramiento previo de su protector, podía ofrecer su “apadrinada” candidata. Mi proyecto fue descalificado pura y simplemente por pretender vincular la ética a la teoría de la información. Una hipótesis hipócritamente no reconocida por el tribunal, cuando en realidad estaba en la misma línea de los escritos de tres de los miembros del mismo, incluido el presidente. Por este solo detalle se puede apreciar el grado de hipocresía que suponía dicha descalificación. Por lo demás, todas las cosas que yo dije explicando el significado de algunos de los puntos más relevantes de mi currículo fueron interpretadas en mi contra. Algo así como si todos los cartuchos que yo llevaba preparados en propia defensa hubieran empezado a dispararse automáticamente contra mí.
El presidente se propuso llevar a cabo la primera prueba como los juicios sumariales militares sin permitir diálogo ni debate propiamente dicho, sino sólo el tiempo indispensable para que cada miembro del tribunal descalificara por la vía rápida a los concursantes prejuzgados de antemano. Además de forma sorprendentemente irrespetuosa, agresiva y altiva. Todo lo dicho nada tiene que ver con la agraciada, que estaba en su derecho a concursar como los demás. Y además lo que hizo lo hizo bien siguiendo puntualmente las instrucciones recibidas de su protector. Otra cosa es la conducta del tribunal capitaneado por su presidente, cuya actuación tendenciosa se puso de manifiesto desde el primer momento con gestos propios de un comediante irrespetuoso.
Hacia las 10 horas de la mañana del día siguiente me llamó por teléfono el Director del Departamento de Periodismo III para ponerse a mi disposición. Me dijo que yo era una persona de grandes valores, pero que me faltaba experiencia de oposiciones. En consecuencia, que se ponía a mi disposición para hacerme triunfar en el futuro con sus consejos inspirados en su larga experiencia en estas batallas. Le agradecí su oferta, pero también le recordé que yo no podía poner en peligro mi prestigio moral y profesional entregándome al juego institucionalizado de la astucia para conseguir un puesto en la Universidad. Le di a entender con delicadeza que si era la experiencia en el arte de la astucia lo que se requería para que la institución universitaria reconociera los presuntos valores personales míos, y que él reconocía, yo renunciaba de antemano a los éxitos que me auguraba. Me dijo que, a su juicio, el tribunal me había tratado con dureza desmedida y que uno de los miembros estaba dispuesto a pedirme disculpas.
Mi impresión de esta conversación telefónica fue que el Director del Departamento estaba preocupado por la opinión pública, la cual lógicamente no podía ser favorable ni para los miembros del tribunal ni para él mismo como Director del Departamento. Para quienes supieron lo que había ocurrido lo indignante no fue tanto el resultado final como el trato discriminador e irrespetuoso dispensado por el tribunal a los concursantes descalificados. Nos trataron a degüello y sin piedad ridiculizando sin pudor el valor de nuestros méritos académicos y legales. En mi caso reconocieron hipócritamente después que se habían excedido hasta el punto de pedir excusas tratando de dar la impresión de que lamentaban lo ocurrido. Pero ellos habían logrado sus objetivos sin reparar en los medios utilizados. El paso siguiente fue cuidar su imagen interpretando cínica y sagazmente los acontecimientos en su favor.
De todos era sabido que había pactado con el presidente del tribunal el facilitar la asignación de esta plaza a la joven concursante, a cambio de su poderosa influencia para asegurarse los votos inciertos para ser elegido Director del Departamento. Desde el momento en que quedó vacante la plaza sacada a concurso público, dicho presidente se autoproclamó inapelablemente Presidente del tribunal para decidir el destino de la misma en favor de su protegida y de sus intereses personales con la colaboración explícita del Director del Departamento, el cual pagaba así el precio de los votos que le habían llevado a la dirección del mismo. Desde el primer momento el Director del Departamento fue consciente de que el asunto de esta plaza no se llevaba de forma limpia y con criterios de rigor académico y de justicia departamental. Incluso en alguna reunión previa no ocultó su temor a que este concurso pudiera dar lugar a que interviniera la prensa y fuera recurrido ante la ley. Una profesora, que conocía bien el percal, me comunicó posteriormente que, según informaciones recibidas, el tribunal se había puesto previamente de acuerdo para invertir el criterio legal de evaluación considerando en último lugar el currículo y la experiencia docente y de investigación, que es lo que la preceptiva legal coloca en primer término y en lo que la favorita no podía competir con ninguno de los otros concursantes.
Yo tenía razones personales para vetar al presidente del tribunal. Tenía la impresión de que no soportaba mi condición de religioso dominico y que me había discriminado sistemáticamente desde hacía algunos años. En una ocasión vino a mi despacho a disculparse. Según él, la opinión pública le acusaba de ser el culpable de que yo no fuera profesor Titular. Me dijo que eso era falso. Que si hubiera querido hacerme algún daño, lo hubiera podido hacer con relativa facilidad cuando fue Decano y que ahora era un hombre sin influencia en la Facultad. Le tranquilicé manifestándole que, dada nuestra edad y experiencia de la vida, podía él estar tranquilo, ya que yo no daba importancia a las murmuraciones, chismorreos e intrigas de pasillo. Que aceptaba su descargo de conciencia y asunto terminado.
Sin embargo, recordando ahora su actitud pública de desprecio hacia mi currículo académico y falta de respeto a mi persona durante la celebración del concurso, me cuesta creer que no fuera un hombre maquiavélico y que aquel presunto descargo de conciencia no fue más que un acto de hipocresía. Por esta razón me alegro de no haberle vetado como presidente del tribunal. Ni siquiera me pasó por la mente el recurrir su actuación posterior alegando trato discriminatorio y falta de objetividad legal. Con este tipo de personas lo más prudente es evitar tener que discutir con ellas. La mejor respuesta a sus comportamientos maquiavélicos es el respeto personal -que ellos niegan a los demás- acompañado del más sepulcral silencio dejándolos solos con las mordidas de su propia conciencia moral, si es que no la han perdido. En cualquier caso me alegro de haber tenido esta experiencia y bien sabe Dios que no quedó en mi corazón el más mínimo sentimiento de frustración o de rencor hacia las personas que me negaron el debido respeto durante la celebración del concurso.
¡Y lo que es la ironía de la vida! Cuando le llegó el turno de jubilación al presidente de este tribunal, pidió recibir el título de “emérito” con la posibilidad de continuar impartiendo docencia. Pues bien, la segunda vez que solicitó esta gracia le fue denegada en votación secreta por el propio Departamento y sólo gracias a la generosidad del Rectorado de la Universidad pudo llevar a cabo su deseo. Pero, insisto, con el voto negativo previo del Departamento, lo cual equivalía a una descalificación moral pública de sus formas de conducta.
Por el contrario, yo avisé oportunamente para que al cumplir los 65 años de edad no contaran más conmigo. Cuando llegó el momento de la despedida por iniciativa mía, el Departamento me pidió “por favor” que aceptara seguir impartiendo la docencia por lo menos un año más. Sería largo de contar cómo y por qué se produjo este fenómeno pero lo que me interesa destacar es el hecho de que, al cabo de veinte años, este hombre, que se había propuesto que yo no llegara nunca a conseguir la titularidad universitaria, fue moralmente descalificado en una votación secreta por el mismo Departamento que a mí me pidió “por favor” que no me marchara.
Un ilustre catedrático me aconsejó que aceptara la propuesta de no marcharme, aceptando seguir siquiera un año más, para evitar que algunos interpretaran mi rechazo como una represalia al trato poco justo que yo había recibido por parte del Departamento durante dos décadas. Me pareció que fue un buen consejo y acepté seguir un año más. Así las cosas, asumí la jubilación definitiva con mucha satisfacción ya que, a pesar de los malos ratos que me tocó pasar, como a todo el mundo, el balance de mi gestión en la Universidad Complutense de Madrid fue altamente positivo. Eso sí, todo valió la pena gracias al trato agradecido y cariñoso que siempre recibí de los alumnos y alumnas. Económicamente cobré siempre el sueldo mínimo universitario, pero humanamente tengo la impresión de que el respeto y amistad que la mayoría de mis alumnos y alumnas me dispensaron fue el pago más gratificante al que un profesor universitario puede aspirar. NICETO BLAZQUEZ, O.P.